La Abolición Del
Trabajo
por Bob Black
Nadie debería trabajar.
El trabajo es la fuente de casi toda la
miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del
trabajo, o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir,
tenemos que dejar de trabajar.
Esto no significa que tenemos que dejar
de hacer cosas. Significa crear una nueva forma de vivir basada en el juego; en
otras palabras, una convivencia lúdica, comensalismo, o tal vez incluso arte.
El juego no es sólo el de los niños, con todo y lo valioso que éste es. Pido
una aventura colectiva en alegría generalizada y exhuberancia libremente
interdependiente. El juego no es pasivo. Sin duda necesitamos mucho mas tiempo
para la simple pereza y vagancia que el que tenemos ahora, sin importar los
ingresos y ocupaciones, pero, una vez recobrados de la fatiga inducida por el
trabajo, casi todos nosotros queremos actuar. El Oblomovismo y el Estajanovismo
son dos lados de la misma moneda despreciada.
La vida lúdica es totalmente
incompatible con la realidad existente. Peor para la "realidad", ese
pozo gravitatorio que absorbe la vitalidad de lo poco en la vida que aún la
distingue de la simple supervivencia. Curiosamente -o quizás no- todas las
viejas ideologías son conservadoras porque creen en el trabajo. Algunas de ellas,
como el Marxismo y la mayoría de las ramas del anarquismo, creen en el trabajo
aún mas fieramente porque no creen en casi ninguna otra cosa.
Los liberales dicen que deberíamos
acabar con la discriminación en los empleos. Yo digo que deberíamos acabar con
los empleos. Los conservadores apoyan leyes del derecho-a-trabajar. Siguiendo
al yerno descarriado de Karl Marx, Paul Lafargue, yo apoyo el derecho a ser
flojo. Los izquierdistas favorecen el empleo total. Como los surrealistas
-excepto que yo no bromeo- favorezco el desempleo total. Los Troskistas agitan
por una revolución permanente. Yo agito por un festejo permanente. Pero si
todos las ideólogos defienden el trabajo (y lo hacen) -y no sólo porque planean
hacer que otras personas hagan el suyo- son extrañamente renuentes a admitirlo.
Hablan interminablemente acerca de salarios, horas, condiciones de trabajo,
explotación, productividad, rentabilidad. Hablarán alegremente sobre todo menos
del trabajo en sí mismo. Estos expertos que se ofrecen a pensar por nosotros
raramente comparten sus ideas sobre el trabajo, pese a su importancia en
nuestras vidas. Discuten entre ellos sobre los detalles. Los sindicatos y los
patronos concuerdan en que deberíamos vender el tiempo de nuestras vidas a
cambio de la supervivencia, aunque regatean por el precio. Los Marxistas
piensan que deberíamos ser mandados por burócratas. Los anarco-capitalistas
piensan que deberíamos ser mandados por empresarios. A las feministas no les
importa cuál sea la forma de mandar, mientras sean mujeres las que manden. Es
claro que estos ideo-locos tienen serias diferencias acerca de cómo dividir el
botín del poder. También es claro que ninguno de ellos tiene objeción alguna al
poder en sí mismo, y cuál sea la forma
de mandar, mientras sean mujeres las que manden. Es claro que estos ideo-locos
tienen serias diferencias acerca de cómo dividir el botín del pode. También es
claro que ninguno de ellos tiene objeción alguna al poder en sí mismo, y cuál sea la forma de mandar, mientras sean mujeres
las que manden. Es claro que estos ideo-locos tienen serias diferencias acerca
de cómo dividir el botín del pode También es claro que ninguno de ellos tiene
objeción alguna al poder en sí mismo, y
cuál sea la forma de mandar, mientras sean mujeres las que manden. Es
claro que estos ideo-locos tienen serias diferencias acerca de cómo dividir el
botín del podeada "tiempo libre"; nada de eso. El tiempo libre es no
trabajar por el bien del trabajo. El tiempo libre es tiempo gastado en recobrarse
del trabajo, y en el frenético pero inútil intento de olvidarse del trabajo.
Mucha gente regresa de sus vacaciones tan agotada que desean volver al trabajo
para descansar. La diferencia principal entre el tiempo libre y el trabajo es
que al menos te pagan por tu alienación y agotamiento.
No estoy jugando a las definiciones.
Cuando digo que quiero abolir el trabajo, me refiero justo a lo que digo, pero
quiero decir a lo que me refiero definiendo mis términos de formas no
idiosincráticas. Mi definición mínima del trabajo es labor forzada, es decir,
producción impuesta. Ambos elementos son esenciales. El trabajo es producción
impuesta por medios económicos o políticos, por la zanahoria o el látigo (la
zanahoria es sólo el látigo por otros medios). Pero no toda creación es
trabajo. El trabajo nunca es hecho por amor al trabajo mismo, sino para obtener
un producto o resultado que el trabajador (o, con mas frecuencia, alguien más)
recibe del mismo. Esto es lo que el trabajo debe ser. Definirlo es
despreciarlo. Pero el trabajo es usualmente peor de lo que indica su
definición. La dinámica de dominación contenida por el trabajo tiende a
desarrollarse con el tiempo. En las sociedades avanzadas e infestadas de
trabajo, incluyendo todas las sociedades industriales, capitalistas o
"comunistas", el trabajo siempre adquiere otros atributos que lo
hacen aún más nocivo.
Usualmente -y esto es aún más cierto en
los países "comunistas" que en los capitalistas, donde el estado es
casi el único patrono y todos son empleados- el trabajo es asalariado, lo que
significa venderte a ti mismo a plazos. Así que el 95% de los estadounidenses
que trabajan, trabajan para alguien (o algo) más. En la URSS o Cuba o
Yugoslavia o cualquier otro modelo alternativo que puedas mencionar, la cifra
correspondiente se aproxima al 100%. Solo los fortificados bastiones de
campesinos del Tercer Mundo -México, India, Brasil, Turquía- albergan
temporalmente concentraciones significativas de agricultores que perpetúan el
acuerdo tradicional de la mayoría de los trabajadores en los últimos milenios:
el pago de impuestos (= rescate) al estado o renta a los parasíticos
terratenientes, a cambio de que les dejen en paz en todo lo demás. Incluso éste
simple trato empieza a verse agradable. Todos los trabajadores industriales (y
de oficina) se encuentran bajo el tipo de supervisión que asegura la
servilidad.
Pero el trabajo moderno tiene peores
implicaciones. La gente no sólo trabaja, tienen "empleos". Una
persona realiza una tarea productiva todo el tiempo "¡o si no...!".
Aún si la tarea tiene aunque sea un átomo de interés intrínseco (y cada vez
menos trabajos lo tienen) la monotonía de su obligatoriedad exclusiva elimina
su potencial lúdico. Un "empleo" que podría atraer la energía de
algunas personas, por un tiempo razonable, por pura diversión, es tan sólo una
carga para aquellos que tienen que hacerlo por cuarenta horas a la semana sin
voz ni voto sobre cómo debería hacerse, para beneficio de propietarios que no
contribuyen en nada al proyecto, y sin oportunidad de compartir las tareas o
distribuir el trabajo entre aquellos que tienen que hacerlo. Este es el
verdadero mundo del trabajo: Un mundo de estupidez burocrática, de acoso sexual
y discriminación, de jefes cabeza hueca explotando y descargando la culpa sobre
sus subordinados, quienes -según cualquier criterio técnico-racional- deberían
estar dirigiendo todo. Pero el capitalismo en el mundo real sacrifica la
maximización racional de la productividad y el beneficio ante las exigencias
del control organizacional.
La degradación que experimentan la
mayoría de los trabajadores es la suma de varias indignidades que pueden ser
denominadas como "disciplina". Foucault ve este fenómeno de manera
complicada, pero es muy simple. La disciplina consiste en la totalidad de los
controles totalitarios en el lugar de trabajo -supervisión, movimientos
repetitivos, ritmos de trabajo impuestos, cuotas de producción, marcar tarjeta,
etc. La disciplina es lo que la fábrica, la oficina y la tienda comparten con la
cárcel, la escuela y el hospital psiquiátrico. Es algo históricamente nuevo y
horrible. Va más allá de las capacidades de los dictadores demoníacos de antaño
como Nerón y Gengis Khan e Iván el Terrible. Pese a sus malas intenciones,
ellos no tenían la maquinaria para controlar a sus súbditos tan completamente
como los déspotas modernos. La disciplina es el modo de control moderno,
especialmente diabólico, es una irrupción novedosa que debe ser detenida a la
primera oportunidad.
Eso es el "trabajo". El juego
es todo lo contrario. El juego es siempre voluntario. Lo que de otro modo sería
un juego, es trabajo si es forzado. Esto es axiomático. Bernie de Koven ha
definido el juego como la "suspensión de las consecuencias". Esto es
inaceptable si significa que el juego es inconsecuente. No es que el juego no
tenga consecuencias. Eso sería rebajar al juego. El asunto es que las
consecuencias, si las hay, son gratuitas. El jugar y el dar están estrechamente
relacionados, son facetas conductuales y transaccionales del mismo impulso, el
instinto-de-jugar. Ambos comparten un desdén aristocrático hacia los
resultados. El jugador recibe algo al jugar; es por eso que juega. Pero la
recompensa principal es la experiencia de la actividad misma (cualquiera que
sea). Algunos estudiosos del juego, normalmente atentos (como el Homo Ludens de
Johan Huizinga), lo definen como "seguir reglas". Respeto la
erudición de Huizinga pero rechazo enfáticamente sus restricciones. Existen
buenos juegos (ajedrez, baseball, monopolio, bridge) que están regidos por
reglas, pero hay mucho mas en jugar que seguir reglas. La conversación, el
sexo, el baile, los viajes -estas prácticas no siguen reglas, pero son juegos
sin la menor duda. Y es posible jugar con las reglas tanto como con cualquier
otra cosa.
El trabajo hace de la libertad una
burla. El discurso oficial dice que todos tenemos derechos y vivimos en una
democracia. Otros desafortunados que no son libres como nosotros tienen que
vivir en estados policiales. Estas víctimas obedecen órdenes "¡o si
no...!", sin importar cuán arbitrarias. Las autoridades les mantienen bajo
supervisión constante. Los burócratas del Estado controlan hasta los detalles
más pequeños de la vida diaria. Los oficiales que les empujan de un lado a otro
sólo responden ante sus superiores, públicos o privados. De cualquier modo, la
disensión y la desobediencia son castigados. Los informantes reportan
regularmente a las autoridades. Se supone que todo esto es muy malo.
Y lo es, excepto que no es sino una
descripción del puesto de trabajo moderno. Los liberales y conservadores y
anarco-capitalistas que lamentan el totalitarismo son falsos e hipócritas. Hay
mas libertad en cualquier dictadura moderadamente desestalinizada que en el
típico puesto de trabajo estadounidense. Encuentras el mismo tipo de jerarquía
y disciplina en una oficina o fábrica que en una cárcel o monasterio. De hecho,
como Foucault y otros han mostrado, las cárceles y las fábricas surgieron casi
al mismo tiempo, y sus operadores copiaron conscientemente las técnicas de
control de unas y de otras. Un trabajador es un esclavo de medio tiempo. El
jefe dice cuándo llegar, cuándo irse, y qué hacer entre los dos. Te dice cuánto
trabajo hacer y qué tan rápido. Puede llevar su control hasta extremos
humillantes, regulando, si le da la gana, las ropas que llevas o qué tan a
menudo puedes ir al baño. Con unas pocas excepciones, puede despedirte por
cualquier razón, o sin razón. Eres espiado por informantes y supervisores,
amasa un expediente de cada empleado. Contestarle es llamado
"insubordinación", como si el trabajador fuese un niño malo, y no
sólo hace que te despidan, te descalifica para compensación de desempleo. Sin
aprobarlo necesariamente para ellos tampoco, hay que señalar que los niños en
la casa y en la escuela reciben un tratamiento similar, en este caso
justificado por su supuesta inmadurez. ¿Qué nos dice esto acerca de sus padres
y maestros que trabajan?
El humillante sistema de dominación que
he descrito rige sobre la mitad de las horas de vigilia de una mayoría de
mujeres y la vasta mayoría de los hombres por décadas, por la mayor parte de
sus vidas. Para ciertos propósitos, no es del todo erróneo llamar a nuestro
sistema democracia o capitalismo o -mejor aún- industrialismo, pero sus
verdaderos nombres son fascismo de fábrica y oligarquía de oficina. Quien diga
que esta gente es "libre" es un mentiroso o un estúpido. Eres lo que
haces. Si haces trabajo aburrido, estúpido y monótono, lo más probable es que
tú mismo acabarás siendo aburrido, estúpido y monótono. El trabajo explica la
creciente cretinización a nuestro alrededor mucho mejor que otros mecanismos
idiotizantes como la televisión y la educación. Quienes viven marcando el paso
todas sus vidas, llevados de la escuela al trabajo y enmarcados por la familia
al comienzo y el asilo al final, están habituados a la jerarquía y esclavizados
psicológicamente. Su aptitud para la autonomía se encuentra tan atrofiada, que
su miedo a la libertad es una de sus pocas fobias con base racional. El
entrenamiento de obediencia en el trabajo se traslada hacia las familias que
inician, reproduciendo así el sistema en más de una forma, y hacia la política,
la cultura y todo lo demás. Una vez que absorbes la vitalidad de la gente en el
trabajo, es probable que se sometan a la jerarquía y la experticia en todo.
Están acostumbrados a ello.
Vivimos tan cerca del mundo del trabajo
que no vemos lo que nos hace. Tenemos que basarnos en observadores externos de
otros tiempos u otras culturas para apreciar el extremismo y la patología de
nuestra posición presente. Hubo un tiempo en nuestro pasado en que la
"ética del trabajo" hubiese sido incomprensible, y quizás Weber
comprendió algo importante cuando conectó su aparición con una religión, el
Calvinismo, que si hubiese aparecido hoy, en vez de hace cuatro siglos, hubiese
sido llamado acertadamente una secta. De cualquier forma, sólo tenemos que usar
la sabiduría de la antigüedad para poner el trabajo en perspectiva. Los
antiguos veían el trabajo tal como era, y su punto de vista prevaleció, pese a
los locos calvinistas, hasta que fue desterrado por el industrialismo -pero no
antes de ser promovido por sus profetas.
Imaginemos por un momento que el trabajo
no convierte a la gente en sumisos atontados. Imaginemos, contra cualquier
psicología creíble y contra la ideología de sus defensores, que no tiene efecto
en la formación del carácter. E imaginemos que el trabajo no es tan aburrido,
agotador y humillante como todos sabemos que realmente es. Aún así, el trabajo
sigue siendo una burla de todas las aspiraciones democráticas y humanísticas,
sólo porque usurpa tanto de nuestro tiempo. Sócrates dijo que los trabajadores
manuales suelen ser malos amigos y malos ciudadanos, porque no tienen tiempo de
cumplir con las responsabilidades de la amistad y la ciudadanía. Tenía razón. A
causa del trabajo, sin importar lo que hagamos, nos la pasamos mirando los
relojes. La única cosa "libre" sobre el llamado tiempo libre es que
no le cuesta nada al jefe. El tiempo libre está dedicado en su mayoría a
prepararse para ir al trabajo, ir al trabajo, regresar del trabajo, y
recobrándose del trabajo. El tiempo libre es un eufemismo para la manera
peculiar en que el trabajador, como factor de producción, no sólo se transporta
a sí mismo, a sus propias expensas, desde y hacia el puesto de trabajo, sino
que además asume la responsabilidad por su propio mantenimiento y reparación.
El carbón y el acero no hacen eso. Las máquinas fresadoras y las de escribir no
hacen eso. Pero los empleados lo hacen. Con razón Edward G. Robinson, en una de
sus películas de gángsteres, exclamó "¡el trabajo es para los
estúpidos!"
Platón y Jenofonte atribuyen a Sócrates,
y obviamente comparten con él, una comprensión de los efectos destructivos del
trabajo en el trabajador como ciudadano y como ser humano. Herodoto identificó
el desprecio por el trabajo como un atributo de los griegos clásicos en la
cumbre de su cultura. Cicerón dijo que "quien da su labor a cambio de
dinero se vende a sí mismo, y se coloca al mismo nivel que los esclavos".
Su candor es raro ahora, pero las sociedades primitivas contemporáneas a las
que solemos ver con desprecio nos proveen de portavoces que han intrigado a los
antropólogos de Occidente. Los Kapaku de Irián del Oeste, según Posposil,
tienen una concepción de balance en la vida, y por ello trabajan un día si y
otro no, el día de descanso destinado a "recobrar el poder y salud
perdidos". Nuestros antepasados, incluso en el siglo dieciocho, cuando ya
habían recorrido la mayor parte del camino hacia nuestro actual predicamento,
al menos sabían lo que nosotros hemos olvidado, el lado siniestro de la
industrialización. Su devoción religiosa a "San Lunes" -con lo cual
establecieron una semana laboral de cinco días 150-200 años antes de su
consagración legal- era la desesperación de los primeros propietarios de
fábricas. Les tomó un largo tiempo someterse a la tiranía de la campana,
predecesora del reloj. De hecho, se necesitó una generación o dos para
reemplazar adultos varones con mujeres acostumbradas a la obediencia y niños
que podían ser moldeados para ajustarse a las necesidades industriales. Incluso
los campesinos explotados del Antiguo Régimen le sustraían un tiempo sustancial
a su trabajo para el Señor. De acuerdo a Lafargue, un cuarto del calendario de
los campesinos franceses estaba dedicado a domingos y días festivos, y las
cifras de Chayanov sobre los poblados de la Rusia Zarista -nada más lejos de
una sociedad progresista- también muestra que un cuarto o quinto de los días de
los campesinos se dedicaba al reposo. Controlando para la productividad,
estamos obviamente muy por detrás de éstas sociedades atrasadas. Los muziks
explotados se preguntarían porqué cualquiera de nosotros se molesta siquiera en
trabajar. También nosotros deberíamos.
Sin embargo, para captar completamente
la enormidad de nuestro deterioro, consideremos la condición original de la
humanidad, sin gobierno o propiedad, cuando vagábamos como
cazadores-recolectores. Hobbes decía que la vida era violenta, brutal y breve.
Otros asumen que la vida era una lucha desesperada y sin cuartel por la
subsistencia, una guerra contra la naturaleza, con la muerte y el desastre
esperando a los desafortunados o a cualquiera que no estuviese a la altura del
desafío de la lucha por la existencia. En realidad, todo eso era una proyección
de los miedos ante el colapso de la autoridad del gobierno sobre comunidades
que no estaban acostumbradas a vivir sin él, como la Inglaterra de Hobbes
durante la Guerra Civil. Los compatriotas de Hobbes ya habían encontrado formas
de sociedad alternativas que ilustraban otras formas de vida -en Norte América,
en particular- pero incluso éstas se hallaban demasiado lejos de su experiencia
para ser comprensibles. (Las clases bajas, más cercanas a la condición de los
indios, lo entendieron mejor y a menudo la encontraron atractiva. A lo largo
del siglo diecisiete, muchos colonos ingleses desertaron para unirse a las
tribus o, habiendo sido capturados en la guerra, se rehusaron a volver. Pero
los indios no desertaban a las colonias inglesas, al igual que los alemanes
nunca saltan el Muro de Berlín hacia el Este). La versión de la
"supervivencia del más apto" -la versión de Thomas Huxley- del
Darwinismo era más una crónica de las condiciones económicas de la Inglaterra
victoriana que de la selección natural, como lo demostró el anarquista
Kropotkin en su libro El Apoyo Mutuo, Un Factor de la Evolución. (Kropotkin era
un científico -un geógrafo- que tuvo amplias oportunidades involuntariamente
para hacer trabajo de campo mientras estaba exiliado en Siberia: sabía de lo
que estaba hablando). Como la mayoría de las teorías sociales y políticas, las
historias que Hobbes y sus sucesores contaban eran en realidad autobiografías.
El antropólogo Marshall Sahlins,
examinando datos sobre cazadores-recolectores contemporáneos, deshizo el mito
Hobbesiano en un artículo titulado "La Sociedad Afluente Original".
Ellos trabajan mucho menos que nosotros, y su trabajo es difícil de distinguir
de lo que llamamos juego. Sahlins concluyó que "los cazadores y
recolectores trabajan menos que nosotros; y más que un trabajo continuo, la
búsqueda de comida es intermitente, el tiempo libre es abundante, y pasan más
tiempo durmiendo durante el día, por persona y año, que en cualquier otra
condición de la sociedad". Trabajaban un promedio de cuatro horas por día,
asumiendo que "trabajasen" en lo absoluto. Su "labor", tal
como nos parece a nosotros, era labor especializada que ejercía sus facultades
intelectuales y físicas; labor no especializada en gran escala, como dice
Sahlins, es imposible excepto bajo el industrialismo. Por tanto, satisfacía la
definición de juego según Friedrich Schiller, la única ocasión en que el hombre
realiza su completa humanidad al dar completa expresión a ámbos lados de su
naturaleza: pensar y sentir. Como él decía: "El animal trabaja cuando es
la privación lo que lo motiva, y juega cuando la plenitud de su fuerza es su
motivador, cuando la vida superabundante es su propio estímulo para la
actividad". (Una versión moderna -dudosamente mejorada- es la
contraposición, hecha por Abraham Maslow, entre motivación por
"deficiencia" y por "crecimiento") El juego y la libertad
son, en lo que se refiere a la producción, coextensivos. Aun Marx, quien
pertenece (pese a sus buenas intenciones mejorada- es la contraposición, hecha
por Abraham Maslow, entre motivación por "deficiencia" y por
"crecimiento") El juego y la libertad son, en lo que se refiere a la
produción, coextensivos. Aun Marx, quien pertenece (pese a sus buenas
intenciones mejorada- es la contraposición, hecha por Abraham Maslow, entre
motivación por "deficiencia" y por "crecimiento") El juego
y la libertad son, en lo que se refiere a la produión, coextensivos. Aun Marx,
quien pertenece (pese a sus buenas intenciones mejorada- es la contraposición,
hecha por Abraham Maslow, entre motivación por "deficiencia" y por
"crecimiento") El juego y la libertad son, en lo que se refiere a la
produ Burke. También es pertinente el ensayo de Daniel Bell, "El Trabajo y
sus Descontentos", el primer texto, según creo, en referirse a la
"rebelión contra el trabajo" con esas mismas palabras y, si hubiese
sido comprendido, hubiese sido una importante corrección a la complacencia que
suele asociarse con el volumen en que fue incluido, El Fin de la Ideología. Ni
sus críticos ni sus celebrantes han notado que la tesis sobre el
fin-de-la-ideología de Bell no se refería al fin de la lucha social, sino el
comienzo de una nueva fase, no restringida ni dirigida por ideologías. Fue
Seymour Lipset (en El Hombre Político), no Bell, quien anunció al mismo tiempo
que "los problemas fundamentales de la Revolución Industrial han sido
resueltos", tan sólo algunos años antes de que los descontentos post- o
meta-industriales entre los estudiantes universitarios hicieran a Lipset
abandonar la universidad de Berkeley y buscar la tranquilidad relativa (y
temporal) de Harvard.
Como indica Bell, Adam Smith en su
Riqueza de las Naciones, pese a su entusiasmo por el mercado y la división del
trabajo, estaba más alerta (y era más honesto) sobre el lado oscuro del
trabajo, que Ayn Rand o los economistas de Chicago o cualquiera de los modernos
seguidores de Smith. Como observó Smith: "el entendimiento de la mayoría de
los hombres se forma necesariamente por sus ocupaciones habituales. El hombre
que se pasa la vida efectuando unas cuantas operaciones simples... no tiene
ocasión de ejercer su entendimiento... Por lo general se vuelve tan estúpido e
ignorante como es posible que una criatura humana llegue a serlo." He
aquí, en pocas y simples palabras, mi crítica del trabajo. Bell, escribiendo en
1956, la Edad de Oro de la imbecilidad Eisenhoweriana y autosatisfacción
estadounidense, identificó la crisis desorganizada e inorganizable de los
setenta y más allá, la crisis que ninguna tendencia política es capaz de
canalizar, la crisis que fue identificada en el reporte de la HEW, El Trabajo
en América, la crisis que no puede ser aprovechada y, por lo tanto, es
ignorada. Esa crisis es la rebelión contra el trabajo. No figura en ningún
texto de ningún economista del laissez-faire -Milton Friedman, Murray Rothbard,
Richard Posner- porque, en sus términos, como solían decir en Viaje a las
Estrellas, "no computa".
Si estas objeciones, formadas por el
amor a la libertad, no convencen a los humanistas de tipo utilitario e incluso
paternalista, existen otras que ellos no pueden despreciar. Para fusilarme el
título de un libro: El trabajo es nocivo para tu salud. De hecho, el trabajo es
asesinato en masa o genocidio. Directa o indirectamente, el trabajo matará a la
mayoría de los que lean estas palabras. Entre 14.000 y 25.000 trabajadores
mueren en este país anualmente en el lugar de trabajo. Mas de dos millones
quedan deshabilitados. De veinte a veinticinco millones son heridos cada año. Y
estas cifras se basan en una estimación muy conservadora acerca de qué
constituye una herida relacionada con el trabajo. Por ejemplo, no cuentan el
medio millón de casos de enfermedad ocupacional cada año. Hojeé un libro de
texto médico sobre enfermedades ocupacionales y tenía 1.200 páginas. Incluso
esto apenas es la punta del iceberg. Las estadísticas disponibles cuentan los
casos obvios, como los 100.000 mineros que tienen el mal del pulmón negro, de
quienes mueren 4.000 cada año, una tasa de mortalidad mucho mayor que la del
SIDA, por ejemplo, que recibe tanta atención de los medios. Esto refleja la
creencia sobreentendida de que el SIDA aflige a pervertidos que podrían
controlar su depravación mientras que la extracción de carbón es una actividad
sacrosanta e incuestionable. Lo que las estadísticas no muestran es que decenas
de millones de personas ven reducidas sus expectativas de vida a causa del
trabajo -que es lo que significa la palabra homicidio, después de todo.
Considera a los doctores que trabajan hasta morir a los cincuenta y tantos.
Considera a todos los otros adictos al trabajo.
Aún si no quedas muerto o inválido
mientras trabajas, también puedes morir mientras vas al trabajo, regresas del
trabajo, buscas trabajo, o tratas de olvidarte del trabajo. La gran mayoría de
las víctimas del automóvil estaban realizando algunas de estas actividades
obligadas por el trabajo, o cayeron víctimas de alguien que las hacía. A este
conteo de cadáveres se debe añadir las víctimas de la contaminación
auto-industrial y la adicción al alcohol y drogas inducida por el trabajo.
Tanto el cáncer como las enfermedades cardíacas son aflicciones modernas cuyo
origen se puede rastrear, directa o indirectamente, hacia el trabajo.
El trabajo, entonces, institucionaliza
el homicidio como forma de vida. La gente piensa que los Camboyanos estaban
locos al exterminarse a sí mismos, pero ¿somos nosotros diferentes? El régimen
de Pol Pot al menos tenía una visión, aunque borrosa, de una sociedad
igualitaria. Nosotros matamos gente en el rango de las seis cifras (por lo
menos) para vender Big Macs y Cadillacs a los que sobrevivan. Nuestras cuarenta
o cincuenta mil muertes anuales en la autopista son víctimas, no mártires.
Murieron por nada -o más bien, murieron por trabajar. Pero el trabajo no es
algo por lo que valga la pena morir.
Malas noticias para los liberales: el
trasteo regulatorio es inútil en este contexto de vida-o-muerte. La
Administración de Seguridad y Salud Ocupacional estaba diseñada para vigilar la
parte central del problema, la seguridad en el puesto de trabajo. Incluso antes
de que Reagan y la Corte Suprema la deshabilitasen, la ASSO era una farsa.
Incluso en los tiempos en que el presidente Carter le otorgaba fondos generosos
(para la norma actual), un puesto de trabajo podía esperar una visita sorpresa
de un inspector de la ASSO cada 46 años.
El control estatal de la economía no es
solución. El trabajo es más peligroso en los países con socialismo de estado de
lo que lo es aquí. Miles de obreros rusos murieron o resultaron heridos
construyendo el metro de Moscú. Existen montones de historias sobre desastres
nucleares soviéticos encubiertos que hacen que Times Beach o Three Mile Island
parezcan simulacros de ataque aéreo de escuela primaria. Por otro lado, la
desregulación, de moda actualmente, no ayudará y probablemente hará más daño.
Desde el punto de vista de la salud y la seguridad, el trabajo estaba en su peor
momento en aquellos días cuando la economía se acercaba más al libre mercado.
Historiadores como Eugenio Genovese han
argumentado contundentemente que -como decían los defensores de la esclavitud
de antaño- los trabajadores asalariados en los estados del Norte de la Unión y
en Europa vivían peor que los esclavos en las plantaciones del Sur. Ningún
reajuste de las relaciones entre los burócratas y los empresarios parece hacer
mucha diferencia a nivel de quienes hacen la producción. Si se impusieran
seriamente incluso las normas más vagas de la ASSO, la economía se estancaría
por completo. Los vigilantes aparentemente se percatan de ello, ya que ni
siquiera intentan arrestar a los malhechores.
Lo que he dicho hasta ahora no debería
ser controversial. Muchos trabajadores están hartos del trabajo. Las tasas de
ausentismo, despidos, robo y sabotaje por parte de empleados, huelgas ilegales,
y flojera general en el trabajo son altas y van subiendo. Podría haber un
movimiento hacia un rechazo consciente y no sólo visceral del trabajo. Y sin
embargo, el sentimiento prevaleciente, universal entre los patronos y sus
agentes, y muy extendido entre los trabajadores mismos, es que el trabajo mismo
es inevitable y necesario.
Yo discrepo. Ahora es posible abolir el
trabajo y reemplazarlo, hasta donde sirve a propósitos útiles, con una multitud
de nuevos tipos de actividades libres. Abolir el trabajo requiere ir hacia él
desde dos direcciones, cuantitativa y cualitativa. Por el lado cuantitativo,
hemos de recortar masivamente la cantidad de trabajo que se hace. En la
actualidad, la mayor parte del trabajo es inútil o peor, y deberíamos
deshacernos de él. Por el lado cualitativo -y pienso que esta es la base del
asunto, y el punto de partida nuevo y revolucionario- hemos de tomar el trabajo
útil que queda y transformarlo en una agradable variedad de pasatiempos
parecidos al juego y la artesanía, que no se puedan distinguir de otros
pasatiempos placenteros, excepto que sucede que generan productos útiles. Sin
duda eso no los hará menos estimulantes. Entonces, todas las barreras
artificiales del poder y la propiedad se vendrían abajo. La creación se
convertiría en recreación. Y podríamos dejar de vivir temerosos los unos de los
otros.
No estoy sugiriendo que la mayoría del
trabajo pueda salvarse de esta manera. Pero la mayoría del trabajo no vale la
pena salvarlo. Solo una fracción pequeña y menguante del trabajo sirve para
algún propósito útil, aparte de la defensa y reproducción del sistema del trabajo
y sus apéndices políticos y legales. Hace veinte años, Paul y Percival Goodman
estimaron que sólo el cinco por ciento del trabajo que se hacía entonces
-presuntamente la cifra, de ser exacta, es aún más baja ahora- bastaría para
cubrir nuestras necesidades mínimas de comida, ropa, y techo. Su cálculo era
sólo una aproximación educada, pero el punto clave está claro: directa o
indirectamente, la mayor parte del trabajo sirve los propósitos improductivos
del comercio o el control social. De inmediato podemos liberar a decenas de
millones de vendedores, soldados, gerentes, policías, guardias, publicistas y
todos los que trabajan para ellos. Es un efecto de avalancha, puesto que cada
vez que dejas sin trabajo a un pez gordo, también liberas a sus lacayos y subordinados.
Y entonces la economía implota.
El cuarenta por ciento de la fuerza
laboral son trabajadores de cuello blanco, la mayoría de los cuales tienen
algunos de los empleos más tediosos e idiotas jamás concebidos. Industrias
enteras, seguros y bancos y bienes raíces por ejemplo, no consisten en nada más
que mover papeles inútiles de un lado a otro. No es accidente que el
"sector terciario", el sector de servicios, esté creciendo mientras
el "sector secundario" (industria) se atasca y el "sector primario"
(agricultura) casi desaparece. Porque el trabajo es innecesario excepto para
aquellos cuyo poder asegura, los trabajadores son desplazados desde ocupaciones
relativamente útiles a relativamente inútiles, como una medida para asegurar el
orden público. Cualquier cosa es mejor que nada. Es por eso que no puedes irte
a casa sólo porque terminaste temprano. Quieren tu tiempo, lo suficiente para
que les pertenezcas, aún si no tienen uso para la mayor parte del mismo. De no
ser así, ¿por qué la semana de trabajo promedio no ha disminuido más que unos
cuantos minutos en los últimos cincuenta años?
A continuación, podemos aplicar el
machete al trabajo de producción mismo. No más producción de guerra, energía
nuclear, comida chatarra, desodorante de higiene femenina -y por sobre todo, no
más industria automovilística digna de ese nombre. Un Barco de Vapor Stanley o
un automóvil Modelo-T ocasionales estaría bien, pero el auto-erotismo del cual
dependen nidos de ratas como Detroit y Los Angeles queda fuera del mapa. Con
esto, sin haberlo intentado siquiera, hemos resuelto la crisis de energía, la
crisis ambiental y un montón de otros problemas sociales insolubles.
Finalmente, debemos deshacernos de la
mayor de las ocupaciones, la que tiene el horario más largo, el salario más
bajo, y algunas de las tareas más tediosas. Me refiero a las amas de casa y el
cuidado de niños. Al abolir el trabajo asalariado y alcanzar el desempleo
total, atacamos la división sexual del trabajo. El núcleo familiar como lo
conocemos es una adaptación inevitable a la división del trabajo impuesta por
el moderno trabajo asalariado. Te guste o no, tal como han sido las cosas
durante los últimos cien o doscientos años, es económicamente racional que el
hombre traiga el pan a la casa y que la mujer haga el trabajo sucio y le provea
de un refugio de paz en un mundo despiadado, y que los niños sean enviados a
campos de concentración juveniles llamados "escuelas", principalmente
para que no sean una carga tan grande para mamá pero aún sean mantenidos bajo
control, pero también para que adquieran los hábitos de obediencia y
puntualidad que tanto necesitan los trabajadores. Si deseas deshacerte de la
patriarquía, deshazte del núcleo familiar cuyo no pagado "trabajo
invisible", como dice Ivan Illich, hace posible el sistema del trabajo que
a su vez hace necesario el núcleo familiar. A la lucha anti-armas nucleares
está ligada la abolición de la infancia y el cierre de las escuelas. Hay más
estudiantes de tiempo completo que trabajadores de tiempo completo en este
país. Necesitamos a los niños como maestros, no estudiantes. Tienen mucho que
contribuir a la revolución lúdica, porque ellos son mejores en el juego que las
personas maduras. Los adultos y los niños no son idénticos, pero se harán
iguales a través de la interdependencia. Sólo el juego puede cerrar la brecha
generacional.
Aún no he mencionado siquiera la
posibilidad de recortar el poco trabajo que aún queda por vía de la
automatización y la cibernética. Todos los científicos, ingenieros y técnicos,
liberados de molestarse en investigación de guerra y obsolescencia planeada, se
la pasarían en grande inventando medios para eliminar la fatiga, el tedio y el
peligro de actividades como la minería. Sin duda hallarán otros proyectos en
qué divertirse. Quizás establezcan redes globales de comunicaciones multimedia
o colonicen el espacio exterior. Quizás. Personalmente, no soy fanático de los
aparatos. No me interesa la idea de vivir en un paraíso donde sólo haya que
presionar botones. No quiero que robots esclavos hagan todo; quiero hacer las
cosas yo mismo. Existe, creo, un lugar para las tecnologías que ahorran
trabajo, pero un lugar modesto. El registro histórico y pre-histórico no es
esperanzador. Cuando la tecnología productiva pasó de caza-recolección a la
agricultura y a la industria, el trabajo se incrementó mientras la
especialización y la autodeterminación disminuyeron. La evolución posterior del
industrialismo ha acentuado lo que Harry Braverman llamó la degradación del trabajo.
Los observadores inteligentes siempre han sido conscientes de esto. John Stuart
Mill escribió que todos los inventos para ahorrar trabajo que se han creado no
han ahorrado ni un momento de trabajo. Karl Marx escribió que "sería
posible escribir una historia de los inventos hechos desde 1830 para el único
propósito de proveer al capital con armas contra las revueltas de la clase
obrera". Los tecnófilos entusiastas -Saint-Simon, Comte, Lenin, B.F.
Skinner- han sido siempre completos autoritarios también; es decir,
tecnócratas. Deberíamos ser más que escépticos con las promesas de los místicos
de las computadoras. Ellos trabajan como mulas; lo más seguro es que, si se
salen con la suya, también el resto de nosotros lo hará. Pero, si tienen alguna
contribución particular más subordinada a los propósitos humanos, pues
escuchémosles.
Lo que realmente deseo es ver el trabajo
convertido en juego. Un primer paso es descartar las nociones de un
"empleo" y una "ocupación". Incluso las actividades que ya
tienen algún contenido lúdico lo pierden si se reducen a empleos que ciertas
personas, y sólo esas personas, se ven forzadas a hacer excluyendo cualquier
otra cosa. ¿No es raro que los campesinos trabajen dolorosamente en los campos
mientras sus amos van a casa cada fin de semana y se ponen a cuidar de sus
jardines? Bajo un sistema de festejo permanente, presenciaremos una Edad de Oro
de la creatividad que hará pasar vergüenza al Renacimiento. No habrá más
empleos, sólo cosas que hacer y gente que las haga.
El
secreto de convertir el trabajo en juego, como demostró Charles Fourier, es
acomodar las actividades útiles para tomar ventaja de lo que sea que diferentes
personas disfrutan hacer en momentos diferentes. Para hacer posible que algunas
personas hagan las cosas que disfrutan, bastará con erradicar las
irracionalidades y distorsiones que afligen esas actividades cuando son
convertidas en trabajo. Yo, por ejemplo, disfrutaría enseñando un poco (no
demasiado), pero no quiero estudiantes que estén allí a la fuerza, y no me
interesa adular a pedantes patéticos para obtener un profesorado.
Segundo, hay cosas que a la gente le
gusta hacer de vez en cuando, pero no por demasiado tiempo, y ciertamente no
todo el tiempo. Puedes disfrutar haciendo de niñera por algunas horas para
compartir la compañía de los niños, pero no por tanto tiempo como sus padres.
Los padres, mientras tanto, aprecian profundamente el tiempo que les liberas
para sí mismos, aunque les molestaría apartarse de su progenie por mucho tiempo.
Estas diferencias entre los individuos son lo que hace posible una vida de
juego libre. El mismo principio se aplica a muchas otras áreas de actividad,
especialmente las primarias. Así, muchos disfrutan cocinar cuando lo pueden
hacer con seriedad, a su modo, pero no cuando sólo están recargando cuerpos
humanos con combustible para el trabajo.
Tercero -aún sin cambiar todo lo demás-
algunas cosas que no son satisfactorias si las haces sólo, o en un entorno
desagradable, o bajo las órdenes de un supervisor, son agradables, al menos por
un tiempo, si esas circunstancias cambian. Esto es cierto probablemente, hasta
cierto punto, para todo trabajo. La gente utiliza su ingenio, de otro modo
desperdiciado, para convertir las tareas repetitivas menos atrayentes en un
juego, lo mejor que pueden. Las actividades que atraen a algunas personas no
siempre atraen a todas, pero todo el mundo tiene, al menos en potencia, una
variedad de intereses y un interés en la variedad. Como dice el dicho,
"cualquier cosa, una vez". Fourier era el maestro en especular cómo a
las inclinaciones aberrantes y perversas se les podría dar uso en la sociedad
post-civilizada, que él llamaba Armonía. Pensaba que el Emperador Nerón pudo
haber sido una buena persona si, de niño, hubiese podido complacer su gusto por
la sangre trabajando en un matadero. Los niños pequeños a quienes les encanta
revolcarse en la suciedad podrían ser organizados en "Pequeñas
Hordas" para limpiar los sanitarios y recoger la basura, otorgando medallas
a los que destaquen. No estoy sugiriendo que sigamos estos mismos ejemplos,
sino que veamos el principio subyacente, el cual me parece que tiene sentido
como una dimensión de una transformación revolucionaria general. Ten en mente
que no se trata de tomar el trabajo de hoy tal como lo encontramos y asignarlo
a la gente adecuada, ya que algunos de ellos tendrían que ser realmente
perversos. Si la tecnología cumple un papel en todo esto, no es tanto para
eliminar el trabajo automatizándolo, sino para abrir nuevos espacios para la
re/creación. Hasta cierto punto podemos desear regresar a la fabricación a
mano, que William Morris consideraba un resultado probable y deseable de una
revolución comunista. El arte sería recuperado de las manos de esnobs y
coleccionistas, abolido como departamento especializado sirviendo a una
audiencia de élite, y sus cualidades de belleza y creación restauradas a la
vida misma, de la cual fueron robadas por el trabajo. Da qué pensar el hecho de
que las ánforas griegas a las que escribimos odas y guardamos en museos fuesen
usadas en su tiempo para guardar aceite de olivo. Dudo que a nuestros
artefactos cotidianos les vaya tan bien en el futuro, si es que hay uno. Lo que
quiero decir es que no existe tal cosa como el progreso en el mundo del
trabajo; más bien es lo opuesto. No deberíamos dudar en saquear el pasado por
lo que tiene que ofrecer, los antiguos no pierden nada y nosotros nos
enriquecemos.
Reinventar la vida cotidiana significa
marchar más allá del borde de nuestros mapas. Es cierto que existe más
especulación sugerente de lo que la mayoría de la gente se imagina. Aparte de
Fourier y Morris -y hasta una pista, aquí y allá, en Marx- están los escritos
de Kropotkin, los sindicalistas Pataud y Pouget, anarco-comunistas de antes (Berkman)
y de ahora (Bookchin). La Communitas de los hermanos Goodman es ejemplar porque
ilustra qué formas siguen a qué funciones (propósitos), y hay algo que sacar de
los heraldos, a menudo borrosos, de la tecnología
alternativa/apropiada/intermedia/convivencial, como Schumacher y especialmente
Illich, una vez que desconectas sus cortinas de humo. Los situacionistas -tal
como son representados por la Revolución de la Vida Cotidiana de Vaneigem y en
la Antología de la Internacional Situacionista- son tan despiadadamente lúcidos
como para ser estimulantes, aun si nunca llegaron a encajar bien su apoyo a las
asociaciones de trabajadores con la abolición del trabajo. Sin embargo, es
mejor su incongruencia que cualquier versión actual del izquierdismo, cuyos devotos
buscan ser los últimos campeones del trabajo, porque si no hay trabajo no hay
trabajadores, y sin trabajadores, ¿a quién organizaría la izquierda?
Así que los abolicionistas tendrían que
actuar por su cuenta. Nadie puede decir qué resultaría de liberar el poder
creativo aturdido por el trabajo. Cualquier cosa puede pasar. El gastado debate
de libertad versus necesidad, que casi suena teológico, se resuelve sólo cuando
la producción de valores de uso coexista con el consumo de deliciosa actividad
lúdica.
La vida se convertirá en un juego, o más
bien muchos juegos, pero no -como es ahora- un juego de suma cero. Un encuentro
sexual óptimo es el paradigma del juego productivo; los participantes se
potencian los placeres el uno al otro, nadie cuenta los puntajes, y todos
ganan. Cuanto más das, más recibes. En la vida lúdica, lo mejor del sexo se
mezcla con la mejor parte de la vida diaria. El juego generalizado lleva a la
libidinización de la vida. El sexo, en cambio, puede volverse menos urgente y
desesperado, más juguetón. Si jugamos bien nuestras cartas, podemos sacar más
de la vida de lo que metemos en ella; pero sólo si jugamos para ganar.
Nadie debería
trabajar. Proletarios del mundo... ¡descansad!
MORAL DE CLASE
Es comprensible
que de la diferenciación radical entre la clase obrera y la burguesía, cuya
persistencia acabamos de comprobar, dimane una moral distinta. En efecto, sería
por lo menos extraño que entre un proletario y un capitalista no hubiese nada
de común, excepto la moral. ¡Cómo! Los hechos y actitudes de un explotado,
¿deberían ser apreciados con el criterio de su enemigo de clase? ¡Esto sería
completamente absurdo! La verdad es que, así como hay dos clases en la
sociedad, hay también dos morales: la de los capitalistas y la de los
proletarios.
La moral natural o zoológica, escribe Marx Nordau,
declararía que el reposo es el mérito supremo y no daría al hombre el trabajo
como cosa deseable y gloriosa, sino en cuanto ese trabajo fuese indispensable a
su existencia material. Pero los explotadores entonces se verían en un aprieto.
En efecto, su interés reclama que la masa trabaje más de lo necesario para ella
y produzca más de lo que su propio uso exige. Y es que quieren apoderarse
precisamente del sobrante de la producción; a este efecto, han suprimido la
moral natural e inventado otra, que han hecho establecer a sus filósofos,
alabar a sus predicadores, cantar a sus poetas, y, según la cual, la ociosidad
sería madre de todos los vicios y el trabajo una virtud, la más hermosa de
todas las virtudes.
Es inútil observar
que semejante moral está hecha para uso exclusivo de los proletarios, pues los
ricos que la ensalzan no se cuidan de someterse a ella. La ociosidad sólo es un
vicio en los pobres.
En nombre de las
prescripciones de esta moral especial, los obreros deben trabajar sin descanso
en provecho de sus patronos, y toda tibieza de su parte en el esfuerzo de
producción, todo lo que tienda a reducir el beneficio del explotador, es
considerado como una acción inmoral. Y partiendo también de la misma moral de
clase, son glorificados el sacrificio a los intereses patronales, la asiduidad
en las obras más duras y peor remuneradas, los escrúpulos estúpidos que crean
el honrado obrero; en una palabra, todas las cadenas ideológicas y sentimentales
que clavan al asalariado en la argolla del capital.
Para completar la
obra de esclavización se apela a la vanidad humana; todas las cualidades del
buen esclavo son exaltadas, ensalzadas, y hasta se ha imaginado distribuir
recompensas -¡la medalla del Trabajo!- a los obreros borregos que se han
distinguido por la flexibilidad de su espinazo, su espíritu de resignación y su
fidelidad al patrono.
De esta moral criminal, la clase obrera está
saturada. Desde que nace hasta que muere, el proletario es engañado con ella;
le dan esta moral con la leche más o menos falsificada del biberón que, para
él, sustituye con demasiada frecuencia al seno materno; más tarde, en la
escuela láica, se la inculcan también, por dosis prudenciales, y la
infiltración continúa, por mil y mil procedimientos, hasta que, yacente en la
fosa común, duerme su eterno sueño.
La intoxicación
resultante es tan profunda y persistente, que hasta hombres de espíritu sutil,
de inteligencia clara y aguda, aparecen, sin embargo, contaminados. Tal es el
caso del ciudadano Jaurés que, para condenar el sabotaje, ha echado mano de
esta ética, creada para uso de los capitalistas. En una discusión sobre el
sindicalismo, abierta en el Parlamento el 11 de Mayo de 1907, declaraba:
¡Oh! Si se trata de
la propaganda sistemática, metódica del sabotaje, yo creo, a riesgo de ser
tachado de optimista, que no irá muy lejos. Repugna a la naturaleza, a los
sentimientos del obrero ...
E insistía: El
sabotaje repugna al valor técnico del obrero.
El valor técnico
del obrero es su verdadera riqueza; por eso el teórico, el metafísico del
Sindicalismo, Sorel, declara que, aunque se le permitan al sindicalismo todos
los procedimientos posibles, hay uno que debe él mismo prohibirse: el que
amenaza despertar, humillar en el obrero este valor profesional, que no es sólo
su riqueza precaria de hoy, sino también el título para su soberanía en el
mundo del mañana ...
Las afirmaciones
de Jaurés, aun colocadas bajo la égida de Sorel, son todo lo que se quiera
-hasta metafísica- menos la comprobación de una realidad económica.
¿Dónde diantres ha
encontrado a obreros cuya naturaleza y sentimientos les lleven a realizar la
plenitud de su esfuerzo físico e intelectual en beneficio de un patrono, a
pesar de las condiciones irrisorias, ínfimas u odiosas que éste le impone?
¿Por qué, por otra
parte, ha de ponerse en peligro el valor técnico de tales problemáticos
obreros, si el día en que se den cuenta de la explotación desvergonzada de que
son víctimas, intentan sustraerse a ella y, sobre todo, no consienten en
someter sus músculos y cerebros a una fatiga indefinida, en provecho solo del
patrono?
¿Por qué han de
desperdiciar estos obreros ese valor técnico que constituye su verdadera
riqueza -al decir de Jaurés- y por qué se lo han de regalar casi gratuitamente
al capitalista?
¿No es más lógico
que en vez de sacrificarse como corderos en el altar de la clase patronal, se
defiendan, luchen y, estimando como su más preciado don ese valor técnico, no
cedan todo o parte de su verdadera riqueza sino en las mejores condiciones o,
por lo menos, en las menos malas?
El orador
socialista no responde a estas interrogaciones porque no ha profundizado la
cuestión. Se ha limitado a afirmaciones de orden sentimental, inspiradas en la
moral de los explotadores y que son el remache de las argucias de los
economistas que reprochan a los obreros franceses sus exigencias y sus huelgas,
acusándoles de poner en peligro la industria nacional.
El razonamiento
del ciudadano Jaurés es, en efecto, del mismo orden, con la diferencia de que
en vez de hacer vibrar la cuerda patriótica, es el puntillo de honor, la
vanidad, la gloria del proletariado, lo que ha tratado de exaltar, de
sobreexcitar.
Su tésis va a
parar a la negociación formal de la lucha de clases, pues no tiene en cuenta el
estado de guerra permanente entre el capital y el trabajo.
Ahora bien; el
simple buen sentido sugiere que, siendo el patrono el enemigo del obrero, no
hay más deslealtad por parte de éste en tender emboscadas contra su adversario
que en combatirlo cara a cara.
Por consiguiente,
ninguno de los argumentos sacados de la moral burguesa vale para apreciar el
sabotaje, ni ninguna otra táctica proletaria; y asímismo ninguno de estos
argumentos vale para juzgar los hechos, gestos, actitudes, ideas o aspiraciones
de la clase obrera.
Si se desea razonar sanamente sobre todos estos
puntos, es menester no referirse a la moral capitalista, sino inspirarse en la
moral de los productores que se elabora cotidianamente en el seno de las masas
obreras, y que está llamada a regenerar las relaciones sociales, pues ha de ser
lo que regule las del mundo de mañana.
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POR QUE HE ROBADO
Los trabajadores de la
noche, Publicado en papel por Etcétera. Del 8 al 22 de marzo de 1905, tiene
lugar en la audiencia de Amiens (Francia) el proceso contra los trabajadores de
la noche detenidos desde 1903, detención que ponía fin a una actividad de tres
años con más de 150 robos en domicilios, hoteles, castillos e iglesias. La
banda que Alexandre Jacob formara con su compañera Rose Roux, su madre Marie
Berthou, o algunos otros camaradas se proponía practicar el robo de manera
científica –se dividen Francia en tres partes según la red ferroviaria- no como
medio de ataque contra el mundo de los poderosos o como perturbación social. La
audiencia de Amiens les condenó a muchos años de cárcel y, a algunos, a Jacob,
a trabajos forzados de por vida. Presentado recurso de casación, Marius Jacob
es condenado en Orleans, el 24 de julio de 1905, a veinte años de trabajos
forzados, y será deportado al penal de la Guayana francesa, donde permanecerá
desde 1906 hasta finales de 1925, tiempo en el que intentará una veintena de
evasiones, y pasará años en celdas de castigo.
Por qué he
robado" es el texto de inculpación que Jacob leyó ante los jueces de la
audiencia de Amiens. Señores:
Ahora sabéis quien
soy: un rebelde que vive del producto de sus robos Aún más: he incendiado
hoteles y he defendido mi libertad contra la agresión de los agentes del poder.
He puesto al descubierto toda mi existencia de lucha; la someto, como un
problema, a vuestras inteligencias. No reconociendo a nadie el derecho de
juzgarme, no imploro ni perdón ni indulgencia. Nada solicito a quienes odio y
desprecio. ¡Sois los más fuertes! Disponed de mí de la manera que lo entendáis,
mandarme al presidio o al patíbulo, ¡poco me importa! Pero antes de separarnos,
dejarme deciros unas últimas palabras. Ya que me reprocháis sobre todo ser un
ladrón, es útil definir lo que es el robo. Para mí, el robo es la necesidad que
siente cualquier hombre de coger aquellos que necesita. Esta necesidad se
manifiesta en cualquier cosa: desde los astros que nacen y mueren igual que los
seres, hasta el insecto que se mueve por el espacio, tan pequeño, tan ínfimo
que nuestros ojos pueden apenas distinguirlos. La vida no es sino robos y
masacres. Las plantas, los animales se devoran ente ellos para subsistir. Uno
no nace sino para servir de pasto al otro; a pesar del grado de civilización,
de perfeccionabilidad, el hombre no se sustrae a esta ley si no es bajo pena de
muerte. Mata las plantas y los animales para alimentarse de ellos. Rey de los
animales, es insaciable. Aparte de los objetos alimenticios que le aseguran la
vida, el hombre se alimenta de aire, de agua y de luz. Ahora bien ¿se ha visto
alguna vez a dos hombres disputarse, degollarse por estos alimentos? No que yo
sepa. Sin embargo son los alimentos más preciosos sin los cuales un hombre no
puede vivir. Podemos estar varios días sin absorber substancias por las que nos
hacemos esclavos. ¿Podemos hacer igual con el aire? Ni siquiera un cuarto de
hora. El agua forma las tres cuartas partes de nuestro organismo y nos es
indispensable para mantener la elasticidad de nuestros tejidos. Sin el calor,
sin el sol, la vida sería imposible. Luego, cualquiera coge, roba estos
alimentos. ¿Se hace de ello un crimen, un delito? ¡Cierto que no! ¿Por qué se
reserva el resto? Porque comporta un gasto de energía, una suma de trabajo.
Pero el trabajo es lo propio de una sociedad, es decir la asociación de todos
los individuos para alcanzar, con poco esfuerzo, el máximo de felicidad. ¿Es
ésta la imagen de lo que hay? ¿Se basan vuestras instituciones en una
organización de este tipo? La verdad demuestra lo contrario. Cuanto más trabaja
un hombre, menos gana; cuanto menos produce, más beneficio obtiene. El mérito
no se tiene pues en consideración. Sólo los audaces se hacen con el poder y
corren a legalizar sus rapiñas. De arriba debajo de la escala social no hay más
que bellaquería de una parte e idiotez de la otra. ¿Cómo queríais que, lleno de
estas verdades, respetara tal estado de cosas?Un comerciante de alcohol o un
dueño de burdel se enriquecen, mientras que un hombre de genio va a morir de
miseria en un camastro de hospital. El panadero que amasa el pan lo tiene en
falta; el zapatero que confecciona miles de zapatos enseña sus dedos del pie;
el tejedor que fabrica montones de ropa no tiene con que cubrirse; el albañil
que construye castillos y palacios carece de aire en su infecto cuartucho.
Aquellos que producen todas las cosas, nada tienen, y los que nada producen lo
tienen todo. Tal estado de cosas no puede sino producir el antagonismo entre
las clases trabajadoras y la clase poseedora, es decir holgazana. Surge la
lucha y el odio golpea. Llamáis a un hombre "ladrón y bandido", le
aplicáis el rigor de la ley sin preguntaros si él puede ser otra cosa. ¿Se ha
visto alguna vez a un rentista hacerse ratero? Confieso no conocer a ninguno.
Pero yo que no soy ni
rentista ni propietario, que no soy mas que un hombre que sólo tiene sus brazos
y su cerebro para asegurar su conservación, he tenido que comportarme de otro
modo. La sociedad no me concedía más que tres clases de existencia: el trabajo,
la mendicidad o el robo. El trabajo, lejos de repugnarme, me agrada, el hombre
no puede estar sin trabajar, sus músculos, su cerebro poseen una cantidad de
energía para gastar. Lo que me ha repugnado es tener que sudar sangre y agua
por la limosna de un salario, crear riquezas de las cuales seré frustrado. En
una palabra, me ha repugnado darme a la prostitución del trabajo. La mendicidad
es el envilecimiento, la negación de cualquier dignidad. Cualquier hombre tiene
derecho al banquete de la vida. El derecho de vivir no se mendiga, se toma. El
robo es la restitución, la recuperación de la posesión. En vez de encerrarme en
una fábrica, como en un presidio; en vez de mendigar aquello a lo que tenía
derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis enemigos haciendo la
guerra a los ricos, atacando sus bienes... Ciertamente, veo que hubierais
preferido que me sometiera a vuestras leyes; que, obrero dócil, hubiese creado
riquezas a cambio de un salario irrisorio y, una vez el cuerpo ya usado y el
cerebro embrutecido, hubiese ido a reventar en un rincón de la calle. Entonces
no me llamaríais "bandido cínico", sino "obrero honesto".
Con halago me hubierais incluso impuesto la medalla del trabajo. Los curas
prometen el paraíso a sus embaucados; vosotros sois menos abstractos, les
ofrecéis papel mojado. Os agradezco tanta bondad, tanta gratitud, señores.
Prefiero ser un cínico consciente de mis derechos que un autómata, que una
cariátide. Desde que tuve conciencia me dediqué al robo sin ningún escrúpulo No
entro en vuestra pretendida moral que predica el respeto a la propiedad como
una virtud mientras que en realidad no hay peores ladrones que los
propietarios. Podéis estar satisfechos de que este prejuicio haya calado en el
pueblo ya que es vuestro mejor gendarme. Conociendo la impotencia de la ley y
de la fuerza, habéis hecho de él el más sólido de vuestros protectores. Pero
parad atención; todo tiene un tiempo. Todo lo que se construye por la astucia y
la fuerza, la astucia y la fuerza pueden destruirlo. El pueblo evoluciona cada
día. Mirad que todos los muertos de hambre, todos los miserables, en una
palabra, todas vuestras víctimas, instruidos por estas verdades, conscientes de
sus derechos, armados con palancas, no vayan a asaltar vuestros domicilios para
retomar las riquezas que ellos han creado y que vosotros les habéis robado.
¿Creéis que serían más desgraciados? Creo que todo lo contrario. Si se lo
piensan bien preferirán correr cualquier riesgo antes que engordaros gimiendo
en la miseria. ¡La cárcel, el presidio, el patíbulo! Diréis. Pero qué son estas
perspectivas comparadas con una vida embrutecida, llena de sufrimientos. El
minero que gana su pan en las entrañas de la tierra, sin ver jamás lucir el
sol, puede morir de un momento a otro víctima de una explosión de grisú; el
pizarrero que deambula por los tejados puede caer y hacerse mil pedazos; el
marinero conoce el día de su partida pero ignora si volverá a puerto. Un buen
número de obreros cogen enfermedades fatales durante el ejercicio de su oficio,
sea agotan, se matan para crear para vosotros; y hasta los gendarmes, los
policías, que por un hueso que les dais a roer, encuentran la muerte en la
lucha que emprenden contra vuestros enemigos.
Obstinados en vuestro estrecho
egoísmo permanecéis escépticos ante esta visión, ¿no es así? El pueblo tiene
miedo, parecéis decir. Lo gobernamos como el miedo de la represión; si grita lo
metemos en prisión; si se mueve, lo deportamos al presidio; si sigue, lo
guillotinamos. Mal cálculo, señores, creerme. Las penas que infligiréis no son
un buen remedio contra los actos de sublevación. La represión lejos de ser un
remedio, un paliativo, no es sino una agravación del mal.
Las medidas correctivas no pueden más que sembrar
el odio y la venganza. Es un ciclo fatal. Desde que hacéis rodar cabezas, desde
que llenáis cárceles y presidios, ¿habéis impedido que se manifestara el odio?
¡Responded! Los hechos demuestran vuestra impotencia. Por mi parte sabía que mi
conducta no podía tener otra salida que el presidio o el patíbulo. Y podéis ver
que esto no me ha impedido actuar. Si opté por el robo no fue por una cuestión
de ganancias sino por una cuestión de principios, de derecho. Preferí conservar
mi libertad.
LA MERCANCIA DEL TRABAJO
El sabotaje, fórmula
de combate social que recibió el bautismo sindical en el Congreso Confederal de
Toulouse, en 1897, no fue, al principio, bien acogido en los medios obreros.
Algunos le reprochaban sus orígenes anarquistas y su inmoralidad. Hoy goza, sin
embargo, de la simpatía de los trabajadores. Sería un error creer que la clase
obrera, para practicar el sabotaje, ha esperado a que esta forma de lucha haya
recibido la consagración de los Congresos corporativos. Como todas las formas
de rebeldía, es tan viejo como la explotación humana.
Desde que un hombre tuvo la criminal ingeniosidad de sacar provecho del trabajo de su semejante, desde ese día, el explotado, por instinto, procuró dar menos de lo que exigía su patrono. Al proceder así, con tanta insconsciencia como M. Jourdain en hablar en prosa, este explotado practicaba el sabotaje, manifestando de este modo, sin saberlo, el antagonismo irreductible que pone, uno contra otro, al capital y al trabajo.
El sabotaje deriva de la concepción capitalista de que el trabajo es una mercancía.
Esta tesis es la de los economistas burgueses, según los cuales hay un mercado de trabajo, como hay un mercado de trigo, de carne, de pescado o de aves.
Admitido ésto, es muy lógico que los capitalistas procedan frente a la carne de trabajo que encuentran en el mercado, como cuando se trata para ellos de comprar mercancías o materias primas; es decir, que se esfuercen por obtenerlo al precio más bajo.
Desde que un hombre tuvo la criminal ingeniosidad de sacar provecho del trabajo de su semejante, desde ese día, el explotado, por instinto, procuró dar menos de lo que exigía su patrono. Al proceder así, con tanta insconsciencia como M. Jourdain en hablar en prosa, este explotado practicaba el sabotaje, manifestando de este modo, sin saberlo, el antagonismo irreductible que pone, uno contra otro, al capital y al trabajo.
El sabotaje deriva de la concepción capitalista de que el trabajo es una mercancía.
Esta tesis es la de los economistas burgueses, según los cuales hay un mercado de trabajo, como hay un mercado de trigo, de carne, de pescado o de aves.
Admitido ésto, es muy lógico que los capitalistas procedan frente a la carne de trabajo que encuentran en el mercado, como cuando se trata para ellos de comprar mercancías o materias primas; es decir, que se esfuercen por obtenerlo al precio más bajo.
Estamos en pleno juego
de la ley de la oferta y la demanda. Pero lo que es menos comprensible es que
estos capitalistas quieran recibir, no una cantidad de trabajo en relación con
el tipo de salario que pagan, sino independientemente del nivel de este
salario, el máximum de trabajo que pueda rendir el obrero.
En una palabra, pretenden comprar, no una cantidad de trabajo equivalente a la suma que desembolsan, sino la fuerza de trabajo intrínseca del obrero: en efecto, es el obrero completo -su cuerpo y su sangre- su vigor y su inteligencia lo que exigen.
Cuando emiten semejante pretensión, los patronos olvidan que esa fuerza de trabajo es parte integrante de un ser pensante, capaz de voluntad, de resistencia y de rebeldía.
Cierto que todo iría mejor en el mundo capitalista si los obreros fuesen tan inconscientes como las máquinas de que se sirven y si, como ellas, no tuviesen a guisa de corazón y de cerebro más que una caldera o un dinamo.
Pero no es esto lo que ocurre. Los trabajadores saben las condiciones en que les coloca el medio actual, y si las toleran no es de grado. Saben que son dueños de la fuerza de trabajo, y si consienten que su patrono consuma una cantidad dada de ella, se esfuerzan porque esta cantidad esté en relación más o menos directa con el salario que reciben. Hasta en los más desprovistos de conciencia, hasta en los que sufren el yugo patronal sin poner en duda su justicia, brota instintivamente la noción de resistencia a las pretensiones capitalistas: tienden a no dar más de lo que reciben.
Esta discordancia, base de las relaciones entre patronos y obreros, pone de relieve la oposición fundamental de los intereses en presencia: la lucha de la clase que detenta los medios de producción contra la clase que, desprovista de capital, no posee otra riqueza que su trabajo.
Desde que se ponen en contacto en el terreno económico, empresarios y obreros, surge ese antagonismo irreductible que los arroja a los dos polos opuestos y que, por consiguiente, hace siempre inestables y efímeros sus acuerdos.
En efecto, entre unos y otros, no puede nunca concluirse un contrato en el sentido preciso y justo del término. Un contrato implica la igualdad de los contratantes, su plena libertad de acción y, además, una de sus características consiste en presentar para todos los firmantes un interés real y personal, tanto en el presente como en el porvenir.
Ahora bien; cuando un obrero ofrece sus brazos a un patrono, los dos contratantes están muy lejos de hallarse sobre un pie de igualdad. El obrero, apremiado por la urgencia de asegurarse el sustento -si es que no está atenazado por el hambre-, no tiene la serena libertad de acción de que goza su patrono. Además, el beneficio que obtiene por su trabajo es sólo momentáneo, pues si puede atender a las necesidades de su vida inmediata, no es raro que el riesgo de la obra a que se dedica ponga en peligro su salud, su porvenir.
Entre patronos y obreros no pueden, pues, concluirse convenios que merezcan el calificativo de contratos. Lo que se ha convenido en designar con el nombre de contrato de trabajo no posee los caracteres específicos y bilaterales del contrato; es, en sentido riguroso, un contrato unilateral, favorable, solamente, a uno de los contratantes; un contrato leonino.
De estas observaciones se desprende que, en el mercado de trabajo, no hay, frente a frente, sino beligerantes en permanente conflicto; por lo tanto, todas las relaciones, todos los acuerdos entre unos y otros, serán precarios; pues viciados por su origen, se basan en la mayor o menor fuerza y resistencia de los antagonismos.
Por eso, entre patronos y obreros, no se establece nunca -ni puede establecerse- una alianza duradera, un contrato en el sentido leal de la palabra: entre ellos sólo hay armisticios que, suspendiendo por un tiempo las hostilidades, procuran una tregua momentánea a las acciones de guerra.
Son dos mundos que se entrechocan con violencia; el mundo del capital y el del trabajo. Puede haber, y hay, cierto, infiltraciones del uno en el otro; gracias a una especie de capilaridad social, pasan algunos tránsfugas del mundo del trabajo al del capital, y, olvidando o renegando de sus orígenes, se colocan entre los más intratables defensores de su casta de adopción. Pero tales fluctuaciones en los cuerpos de ejército en lucha no debilitan el antagonismo de las dos clases.
De un lado como de otro, los intereses en juego son diametralmente opuestos, y esta oposición se manifiesta en todo lo que constituye la trama de la vida. Bajo las aclamaciones democráticas, bajo el verbo falaz de la igualdad, el más superficial examen descubre las divergencias profundas que separan a burgueses y proletarios: las condiciones sociales, el modo de vivir, los hábitos de pensamiento, las aspiraciones, el ideal ... ¡todo, todo difiere!
Texto de "El Sabotaje"
Émile Pouget
En una palabra, pretenden comprar, no una cantidad de trabajo equivalente a la suma que desembolsan, sino la fuerza de trabajo intrínseca del obrero: en efecto, es el obrero completo -su cuerpo y su sangre- su vigor y su inteligencia lo que exigen.
Cuando emiten semejante pretensión, los patronos olvidan que esa fuerza de trabajo es parte integrante de un ser pensante, capaz de voluntad, de resistencia y de rebeldía.
Cierto que todo iría mejor en el mundo capitalista si los obreros fuesen tan inconscientes como las máquinas de que se sirven y si, como ellas, no tuviesen a guisa de corazón y de cerebro más que una caldera o un dinamo.
Pero no es esto lo que ocurre. Los trabajadores saben las condiciones en que les coloca el medio actual, y si las toleran no es de grado. Saben que son dueños de la fuerza de trabajo, y si consienten que su patrono consuma una cantidad dada de ella, se esfuerzan porque esta cantidad esté en relación más o menos directa con el salario que reciben. Hasta en los más desprovistos de conciencia, hasta en los que sufren el yugo patronal sin poner en duda su justicia, brota instintivamente la noción de resistencia a las pretensiones capitalistas: tienden a no dar más de lo que reciben.
Esta discordancia, base de las relaciones entre patronos y obreros, pone de relieve la oposición fundamental de los intereses en presencia: la lucha de la clase que detenta los medios de producción contra la clase que, desprovista de capital, no posee otra riqueza que su trabajo.
Desde que se ponen en contacto en el terreno económico, empresarios y obreros, surge ese antagonismo irreductible que los arroja a los dos polos opuestos y que, por consiguiente, hace siempre inestables y efímeros sus acuerdos.
En efecto, entre unos y otros, no puede nunca concluirse un contrato en el sentido preciso y justo del término. Un contrato implica la igualdad de los contratantes, su plena libertad de acción y, además, una de sus características consiste en presentar para todos los firmantes un interés real y personal, tanto en el presente como en el porvenir.
Ahora bien; cuando un obrero ofrece sus brazos a un patrono, los dos contratantes están muy lejos de hallarse sobre un pie de igualdad. El obrero, apremiado por la urgencia de asegurarse el sustento -si es que no está atenazado por el hambre-, no tiene la serena libertad de acción de que goza su patrono. Además, el beneficio que obtiene por su trabajo es sólo momentáneo, pues si puede atender a las necesidades de su vida inmediata, no es raro que el riesgo de la obra a que se dedica ponga en peligro su salud, su porvenir.
Entre patronos y obreros no pueden, pues, concluirse convenios que merezcan el calificativo de contratos. Lo que se ha convenido en designar con el nombre de contrato de trabajo no posee los caracteres específicos y bilaterales del contrato; es, en sentido riguroso, un contrato unilateral, favorable, solamente, a uno de los contratantes; un contrato leonino.
De estas observaciones se desprende que, en el mercado de trabajo, no hay, frente a frente, sino beligerantes en permanente conflicto; por lo tanto, todas las relaciones, todos los acuerdos entre unos y otros, serán precarios; pues viciados por su origen, se basan en la mayor o menor fuerza y resistencia de los antagonismos.
Por eso, entre patronos y obreros, no se establece nunca -ni puede establecerse- una alianza duradera, un contrato en el sentido leal de la palabra: entre ellos sólo hay armisticios que, suspendiendo por un tiempo las hostilidades, procuran una tregua momentánea a las acciones de guerra.
Son dos mundos que se entrechocan con violencia; el mundo del capital y el del trabajo. Puede haber, y hay, cierto, infiltraciones del uno en el otro; gracias a una especie de capilaridad social, pasan algunos tránsfugas del mundo del trabajo al del capital, y, olvidando o renegando de sus orígenes, se colocan entre los más intratables defensores de su casta de adopción. Pero tales fluctuaciones en los cuerpos de ejército en lucha no debilitan el antagonismo de las dos clases.
De un lado como de otro, los intereses en juego son diametralmente opuestos, y esta oposición se manifiesta en todo lo que constituye la trama de la vida. Bajo las aclamaciones democráticas, bajo el verbo falaz de la igualdad, el más superficial examen descubre las divergencias profundas que separan a burgueses y proletarios: las condiciones sociales, el modo de vivir, los hábitos de pensamiento, las aspiraciones, el ideal ... ¡todo, todo difiere!
Texto de "El Sabotaje"
Émile Pouget
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